miércoles, 27 de junio de 2012

Confesión de pecados  
 
Fuiste tú el que se detuvo en el camino
cuando estaba triste, sentada a la vereda;
fueron tus manos las que acariciaron mis manos
y tus ojos los que miraron los míos. 
 
No pronunciaste palabras  vacías,
ni consejos vanos,  ni mensajes tontos.
Solo me diste tu sonrisa franca 
y ofreciéndome el brazo, 
caminamos juntos y suspiramos hondo.
 
Echamos a andar sin rumbo fijo,
entre parques florecidos y niños que retozan, 
no escuché de tus labios el clásico reproche de que
“no puede estar triste el corazón que te tiene”. 
 
Solo me hiciste reír, cuando al pasar por el arroyo,
me mojaste por sorpresa y la risa mutua ahuyentó las penas.
En breve neutralizaste mis angustias, 
reproches que abofetean los recuerdos y la conciencia;  
errores que están presentes y que tienen para otros malsanas consecuencias.
 
Pero tú, el perfecto de Israel, estabas ahí, 
listo para acariciar, con ternura mágica y perfecta 
que nos devuelve energía, que nos devuelve las fuerzas 
y seca lagrimas antiguas y recuerdos que pesan...
y me inspiras de pronto a recomenzar  sin perezas.
 
Perdónanos Señor por tanta palabrería que hemos dado ante el dolor,
por la indiferencia o el simulacro de preocupación, que es aún peor.
Por las veces que no hemos dado palabras de perdón 
cuando hemos sido nosotros los causantes del error.
 
Perdona si nos ha faltado creatividad ante el dolor, 
que haga reír al que sufre,
que demos esperanza, compañía y comprensión. 
Perdónanos, si es que puedes,
una y mil veces perdón….
 
(Daysi Rojas, Fraternidad de Iglesias Bautistas de Cuba)

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