Confesión de pecados
Fuiste tú el que se detuvo en el
camino
cuando estaba triste, sentada a la
vereda;
fueron tus manos las que acariciaron mis
manos
y tus ojos los que miraron los
míos.
No pronunciaste palabras
vacías,
ni consejos vanos, ni mensajes
tontos.
Solo me diste tu sonrisa franca
y ofreciéndome el brazo,
caminamos juntos y suspiramos hondo.
Echamos a andar sin rumbo fijo,
entre parques florecidos y niños que
retozan,
no escuché de tus labios el
clásico reproche de que
“no puede estar triste el
corazón que te tiene”.
Solo me hiciste reír, cuando al pasar
por el arroyo,
me mojaste por sorpresa y la risa mutua
ahuyentó las penas.
En breve neutralizaste mis
angustias,
reproches que abofetean los recuerdos y la
conciencia;
errores que están presentes y que
tienen para otros malsanas consecuencias.
Pero tú, el perfecto de Israel,
estabas ahí,
listo para acariciar, con ternura
mágica y perfecta
que nos devuelve energía, que nos
devuelve las fuerzas
y seca lagrimas antiguas y recuerdos que
pesan...
y me inspiras de pronto a recomenzar
sin perezas.
Perdónanos Señor por tanta
palabrería que hemos dado ante el dolor,
por la indiferencia o el simulacro de
preocupación, que es aún peor.
Por las veces que no hemos dado palabras de
perdón
cuando hemos sido nosotros los causantes del
error.
Perdona si nos ha faltado creatividad ante el
dolor,
que haga reír al que sufre,
que demos esperanza, compañía y
comprensión.
Perdónanos, si es que puedes,
una y mil veces perdón….
(Daysi Rojas, Fraternidad de Iglesias
Bautistas de Cuba)