REFLEXIÓN DE MILKA RINDZINSKI.
Concebido por el Espíritu Santo y nacido de María virgen, el advenimiento de Jesús se sitúa hace más de dos mil años en Belén de Judea. El dejó su trono y su gloria para venir a nacer, vivir, instruir, morir y resucitar, ¡ALELUYA! por mí, por ti, y por cuantos en él confían.
“En él estaba la vida, y la vida era la luz de la humanidad. Esta luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no han podido apagarla”, escribió Juan en su evangelio y Pedro declaró, “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. “¡Miren, éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!” dijo Juan el Bautista.
Y Jesús, el Hijo de Dios, tuvo una madre muy especial cuyo protagonismo en la historia del Pueblo de Dios de la cual somos parte por su gracia, es nuestro paradigma, nuestro modelo.
María era una mujer judía muy joven y muy humana que según el relato de Lucas se sorprende por la visita del ángel, queda perpleja ante el mensaje divino del que es portador y lo cuestiona, porque en sus circunstancias le resulta increíble.
Sin embargo, una vez que escucha la aclaración, y aunque no desconoce las posibles consecuencias, es decir, el riesgo de morir apedreada y de ser rechazada por los suyos, incluso por José, su prometido, acepta el plan divino: —Yo soy esclava del Señor; que Dios haga conmigo como has dicho.
Y es otra mujer, Isabel, quien se lo confirma, y la llama dichosa, porque hasta el hijo que Isabel lleva en sus entrañas salta de alegría cuando María se acerca.
Milka R
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